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Los griegos jamás imaginaron que la arquitectura de su teatro, donde quedó rubricada una enseñanza inextinguible, cultural, filosófica, social y política, sería bastardeada siglos después por el filósofo británico Jeremías Bentham a través de lo que fue el panóptico –acepción que se origina en el término compuesto por pan, “todo”, y óptico, “vista”–, no justamente para ser un faro de cultura mundial, sino el faro mediante el cual la sociedad, en calidad de encierro, fuera observada y condicionada en su desarrollo, aún en dicha condición carcelaria en el siglo XVIII.

Michel Foucault centró en esa figura benthamiana su tesis del ver-ser visto –que luego quedó plasmada en su obra Vigilar y castigar–, bajo la argumentación de presentarla como una máquina de disociación, intervención y adoctrinamiento de la conducta humana, con la consecuente pasividad y el control de cada movimiento; en definitiva, una obra cumbre del poder constrictivo de las sociedades donde el humanismo se ha olvidado del ser.

Saber y poder no son elementos extraños, ni excluyentes; son, a mi entender, sintéticos, aún parados en los extremos de una dialéctica piadosa. Son más frecuentemente elementos de una forma de actuar que se fundamentan, se legitiman y elaboran un discurso de verdad que bastardean la democracia como sistema. Juristas del bien y del mal, de lo normal y de lo anormal, durante siglos objetivizaron al sujeto como forma explícita de dominación: castración y control. Al servicio de castas temporales, trazaron límites a la libertad, a la voluntad y a la conciencia de sociedades enteras, que todavía son errantes de un destino que se les escapa.

La arquitectónica jurídica, el aparato del Estado y la concepción política principalmente desde el medioevo se ha olvidado del hombre como “sujeto trascendente” –o, más precisamente, han aportado para que ello ocurriera–. El hombre y su ser recurrentemente ha sido tratado como género, especie o cosa y, en tal sentido, objeto de manipulación. Nada descubro con ello, y es menester incluir en esta concepción incluso la Revolución Francesa y su lema “Liberté, Égalité, Fraternité”; recién con Adam Smith se consideró al ser humano en el proceso productivo, hasta que Marx lo eleva a sujeto inalienable. En tal sentido, la “cosa hombre” devino durante tiempos inmemoriales un objeto direccionable, controlable y utilizable.

Por estos lares, las conductas coercitivas no son desconocidas: hasta el surgimiento del peronismo como herramienta de cambio, transformación y definición del sujeto protegido que es el hombre, los avatares de nuestra política muestran que, si bien existió una internalización de derechos adquiridos, también el proceso evolutivo generacional erosionó no solo aquella internalización sino también el imaginario colectivo de –al menos a la luz de las últimas elecciones– un segmento importante de nuestra sociedad. Al respecto, cada cual tiene seguramente a mano, en tal sentido, elementos interpretativos que reclaman una síntesis en un futuro que apremia.

Más allá de la deriva que ha tenido el proceso democrático en Argentina, hay algo indubitable: deberemos vivir con un sector dinámico de antiperonismo que no ceja en apoderarse de la representación del pueblo con motivaciones las más de las veces espurias, cobijadas cuando no disimuladas por un sector comunicacional abyecto y mascarón de proa de poderes siniestros. Como para muestra sobra un botón, la persecución de un “ver sin ser visto” como herramienta de control ya no es una quimera por estas tierras, sino la pretensión prospectiva de nuestro ser más íntimo. El expresidente Macri ha llevado estas prácticas hasta el paroxismo: no solo ha espiado a familiares y políticos de su espacio, sino que sin enrojecerse utilizó un amplio dispositivo de espionaje ilegal como herramienta de desestabilización con el peronismo en sus diversas acepciones y convicciones. Nada ha quedado a salvo, y definitivamente el macrismo se ha transformado en arma contra cualquier concepción democrática: la síntesis Macri-Bullrich-Milei no es un hecho coyuntural, y menos una propuesta que signifique la representación de un sector de la sociedad, sino que es lisa y llanamente la obsesión por apropiarse de todo vaso comunicante de nuestra sociedad.

Me eximo de redundar en motivaciones; sí, en cambio, es necesario resaltar que el poder por el poder mismo es solo una máscara: se trata del poder como herramienta de apropiación de todo. Y cuando digo “todo”, digo todo: negocios empresariales, negocios familiares, negocios especulativos, negocios de la mercancía que en definitiva somos cada uno de nosotros en la concepción de la derecha argentina. Nada es ineluctable, todo está a la vista y se manifiesta con tal desparpajo y es tan majestuosamente burdo que un sector importante de nuestra sociedad, cegado de perplejidad, no lo ha podido ver en su real magnitud.

El 19 próximo se juega parte importante de un capital político; importante en sí misma, sí, pero más importante aún por debilidades propias, yerros a corregir, análisis críticos de verdad a dar. Ese capital tiene tal significancia puesto que todavía es significante de transformación entre todos y para todos. El acto electivo es un desafío, y de magnitud; como adelanto del diario del lunes, es de esperar que un gobierno popular encabezado por Sergio Massa y, espero, por un gabinete a la altura de la complejidad de nuestro país no solo quiebre la estática dogmática que nos aqueja como expresión popular, sino que, además, migre hacia un proceso político en el que la fragmentación del tejido político actual ya no sea una trampa frente a la única herramienta de cambio transformadora que es la política como acción.

La deconstrucción del panóptico criollo es lo único que asegurará ese nuevo teatro de la cultura, de lo social y de lo político como sustento de nuestro poder de institucionalización como sociedad.

Por Ceferino Namuncurá.

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