¿Por qué debo elegir entre Diego y Leo, por qué debo sumergirme en profundidades absurdas para dictaminar subjetivamente quién ha sido mejor, por qué repetir ese ejercicio inútil practicado desde años ha en nuestra patria para calificar en la tabla de valores acuñada en cánones que solo pertenecen a quienes siempre caen en el lugar común de valorizar y desvalorizar desde un sillón? Y además ¿por qué no quedarme con los dos? ¿Qué nos impide reconocer una síntesis perfecta de estos dos hombres enormes que además nos pertenecen?
Ambos, a su manera y desde una perspectiva distinta, han trascendido los límites geográficos, deportivos, sociales y culturales: ya no pertenecen al fútbol, son el fútbol como expresión. Mientras una cantidad increíble de jugadores juegan a un juego, sueñan y compiten, estos dos monstruos, hacen jugar, soñar, emocionar, imitar, embanderar e identificar a poco menos que la población mundial.
En un campo de juego, en una entrevista, en una charla, en una manifestación, Diego y Leo, con sus improntas, movilizan el ser de los seres. El gol a los ingleses, las peleas con Havelange, el llanto en Italia, el renunciamiento a la selección, el llanto frente a Alemania, la postura frente a la FIFA de Infantino, llevan inscriptos significantes y significados que sintetizan rebelión de pueblos, sufrimiento de sociedades, “el negocio” de unos pocos, “el arreglo” de otros tantos, el atropello de soberanías, la reivindicación de sometidos, la segregación racial. Para no seguir abundando, en definitiva, este MaraMessi que nos pertenece, no solo por origen sino porque ambos lo han reafirmado con hechos, incorpora un mensaje subyacente difícil de conceptualizar.
Cada uno a su tiempo, solo con una pelota y un “don”, reveló lo mejor de nuestros hombres y también lo peor de algunos de ellos; así como la mayoría se identifica con sus gestas, otros no lo pueden soportar, el desequilibrio emocional de los odiadores no se pudo contener: por estas tierras, los personeros a sueldo de La Nación y de Clarín con sus descalificaciones; en otras latitudes, periodistas españoles mostrando lo peor del fascismo disciplinador, el silencio amenazador de la FIFA, la política cercenado felicidad, la apelación vergonzosa a diferencias raciales. Es innecesario ejemplificar más. Basta resumir con que ambos, con solo hacer hablar a la pelota, hicieron hablar a los hombres morales y a los hombres miserables.
Soy un maradoniano generacional: si no puedo dejar de pensar en Diego, tampoco puedo no ver semanalmente sus vídeos y ponerme a llorar. Al menos a mí Maradona me produce el mismo efecto que Eva: me sumerge y me eleva moralmente hasta un lugar en el que siento que trasciendo. Por su parte, Leo me traslada en tiempo y espacio, me hace revivir mis sueños en mi pueblo, mis rebeldías, me “presta” su alma por un ratito y siento que hay algo más que todavía no he dado y que me desafía a entregarlo definitivamente. Es por eso imposible tentarme a tomar una decisión egoísta de no quedarme con los dos.
Y por todo eso, y mucho más, me quedo con el gordo Troilo y con Piazzolla, con el Polaco y con Edmundo, con el tata Floreal Ruiz y con Fiorentino, con Borges y con Cortázar, con el Charro Moreno y con Stábile, con Falú y con el gordo Dávalos, con el Flaco y con Charly, con Miguel Abuelo y con el Indio. Obviamente, respeto a quienes tengan preferencias, pero no entiendo a quienes desde una construcción mezquina relativizan desde una mirada sesgada por el odio.
Esta patria ha parido y parirá seguramente muchos más Diegos y Lioneles, parirá prohombres, pero también parirá personas comunes como vos o como yo que, aún contra todas las voluntades destructivas de este país, serán parte de un imaginario colectivo innegociable donde están incrustados genios indiscutibles como Maradona y Messi. Por eso a ellos les digo “gracias”.
Por Ceferino Namuncurá.