Entre las corrientes del río y del mar que se enfrentan, llegaron a la playa.
La fina alfombra de arena los recibió bajo el brillo plateado de una luminosa luna estival.
La fe guarda recodos que la razón no justifica.
Es conocido que los ríos se remontan para adentrarse en el conocimiento de nuevas geografías y es mucho menos “aventurero” dejarse arrastrar por la corriente para llegar a una desembocadura. Pero no fue el caso de ellos.
La temeraria y enorme balsa plana que la Prefectura de Patagones prestaba para esas excursiones golpeó de costado justo delante de la isla plantada de juncos y habitada por mosquitos.
Bajo el techo de estrellas, el cansancio de brazadas y tirones a la sirga los dejó exhaustos.
Tanto que, tapados por lonas, durmieron a la intemperie con ese cielo de estrellas único que tan bien describió Pigafetta en la bitácora de Magallanes.
Al amanecer, una bandada de loros barranqueros los despertó agradecidos.
Siguiendo las consignas de Evasio Garrone, “el Curita Dotor”, hubo tiempo para unos huevos y un tasajo típico, de esos que se cocinan entre matorrales, como desayuno.
Con los monos al hombro, las mochilas de entonces, iniciaron la caminata.
Cada caminante, dos huellas; cada huella un rastro de esperanza y cada esperanza un sueño de sanación.
La consigna es rezar, cantar, y llegar hasta los acantilados que sostienen el faro más antiguo de la Argentina.
Allí, baños de agua salada y mucho sol que no daña y cubre de yodos las flaquezas del cuerpo.
Están en El Cóndor para tomar baños de salud. Porque ellos saben que, en el suave declive de sus playas, el mar produce verdaderas caricias, olas que fortalecen el alma y ayudan a sanar.
Quien los guía alguna vez prometió, oró y sanó.
Y ahora descubre en la desembocadura del río Negro -ese al que los españoles llamaron “de los Sauces” y que los originarios denominan “Currú Leufú”- las inagotables propiedades que la naturaleza otorga a las aguas benditas del Cóndor.
Recordando a su amigo, el boticario Mazzini, el líder del grupo junta uñas de león y ramas de jarillas.
Nunca se sabe si no hará falta un ungüento que cicatrice o un té que atempere.
Dos cosas nunca supieron los que con ganas degustaron corvinas y pejerreyes pescados entre las restingas.
No se enteraron que estaban inaugurando el turismo de salud en el balneario El Cóndor y que quien los guiaba, Artémides Desiderio Zatti, sería alguna vez un Santo.
Aunque cabe la posibilidad que lo sospecharan.
Es que la fe guarda recodos que la razón no justifica pero que el mar, en El Cóndor, sabe desde siempre, como lo supo Don Zatti…
Un texto de Ricardo Carlovich y Pedro Pesatti