La memoria de las tragedias suele construirse desde sus epicentros: la plaza mayor, los edificios públicos o la crónica oficial. Así ha ocurrido con la gran inundación de 1899, aquella crecida brutal del río Negro que arrasó Viedma y marcó para siempre el recuerdo de sus habitantes. Sin embargo, existe otra narrativa, una menos contada, que quedó silenciada entre los sauces, las islas y las bardas. Se trata de la historia de quienes vivían en los márgenes: los quinteros e isleños que no estaban en la ciudad, sino en el río.
Para ellos, los hechos se desarrollaron en la soledad del cauce desbordado, donde la vida se tejía con rituales que le daban fundamento a cada acción cotidiana. Familias enteras trabajaban la tierra en pequeñas chacras insulares, criaban animales y cultivaban la vid para elaborar vino y grapa. Constituían, por regla general, una economía de autosubsistencia. De este modo, extraían del suelo fértil no solo el sustento, sino también una dignidad tan importante como el pan de cada día.
Entre esos grupos familiares estaba el de mi bisabuelo, José Pesatti, asentado en la isla Churlaquín, a unos veinte kilómetros río arriba de Viedma. Junto a su esposa, mi bisabuela Luisa, y sus hijos —incluido mi abuelo, entonces un niño de siete años—, fueron testigos y víctimas de una catástrofe en la orfandad absoluta. Tan solo agua, viento, barro y una lluvia inclemente para acentuar el diluvio.
Cuando el río comenzó a desbordarse, no hubo aviso oficial ni socorro del Estado; en consecuencia, para quienes vivían lejos del ejido urbano, no existió una evacuación organizada, porque sus realidades estaban en el límite de aquel mundo de entonces. La única defensa de las islas era la sabiduría del trabajo y una intuición heredada. La crecida fue tan repentina como implacable: la corriente anegó los cultivos, destruyó hogares, derribó cercos y arrastró consigo animales y árboles centenarios.
La familia de mi bisabuelo lo perdió todo, pero logró sobrevivir a la desdicha. Lo consiguieron gracias a un gesto ancestral de previsión: refugiarse en las cuevas que José mismo había excavado años antes en la barda norte, con la ayuda de Luisa, cuando ambos llegaron al río Negro escapando de la fiebre amarilla que asolaba Buenos Aires. Concebidas como un amparo frente a lo imprevisible, cuando aún no tenían un techo seguro en la isla, esas cuevas no eran un capricho; por el contrario, eran cultura, memoria geológica y una estrategia de resistencia heredada de los antiguos maragatos.
No obstante, la historia no termina con la retirada de las aguas. Cuando el río, saciado, volvió a su cauce, mi bisabuelo regresó a su isla. Lo que encontró fue el desconsuelo del vacío. Donde antes se erigía su casa, solo había barro; donde florecía la vid, un paisaje deshecho. Incluso la noria que él mismo había construido —aquel ingenio que movía las piezas de su aserradero, accionaba las prensas para el vino y extraía el agua para guiarla por los surcos— había sido arrancada por la corriente. Todo el empeño de años, todo aquello que con trabajo y esperanza habían construido, yacía borrado por el agua.
A pesar de ello, eligió quedarse. Volvió a levantar su casa, a sembrar y a reconstruir su hogar, porque ese terruño insular seguía siendo su único lugar en el mundo.
Una vez más, tras meses de un esfuerzo infinito por reorganizar su pequeño universo, José volvió a fermentar el vino que salía por el puerto de Patagones y a producir la grapa artesanal que llevaba su impronta. Fue el fruto de una tenacidad que no se rindió ante la desgracia ni ante el olvido.
Precisamente, esa historia de reconstrucción, ausente en los libros y en los partes oficiales, es quizás una de las más valiosas: la del hombre común que vuelve a empezar desde las ruinas con lo único que le queda: su familia, sus oficios y sus manos.

En definitiva, contar la historia de los isleños, como la de mi bisabuelo José, es rescatar una dimensión omitida del pasado. Es romper el cerco del relato canónico para dar voz a quienes, sin escribir la historia, la padecieron y la forjaron con su propia piel. Se trata de un profundo acto de justicia, porque una crónica que silencia el sufrimiento de los márgenes y la fortaleza de quienes resistieron en el anonimato es, por definición, una historia incompleta.
Es, finalmente, honrar el milagro diario de todos aquellos que, en sus modestas quintas a la vera del río o en las innumerables islas de su tramo final, entre San Javier y Viedma, nunca se dieron por vencidos en aquel lejano e ignoto invierno de 1899.
Por Pedro Pesatti, vicegobernador de la provincia de Río Negro.